Poesía sin Respeto

Poemas a la infancia

En medio del patio, desnuda

Mientras hay luz, se baña.
Arrullos de cascada
besan sus pechos,
cantan en su espalda.

Fija, suspendida,
casi eterna,
inalcanzable.
Al parecer nada la espanta.

Hay flores y vida
en sus faldas de agua.

Mis cortos brazos,
mis pequeños dedos
no la alcanzan.

¿Quién es ella?
Abuela,
¿por qué nada la espanta?

¿Por qué nada,
solo los rayos de sol,
tejidos a besos y arrullos de cascada,
parecen tocarla?

El gato y el ratón

La niñez lerda
sutil como el llanto,
grata y dulce
raspao con melao.

La hombría en el juego,
corre, corre, que te alcanzo.
Me miras y te miro,
detrás del poste,
debajo del carro.

El balón, raspones en las rodillas,
Los charcos, el café y el campo.
Las muñecas, la inocencia,
el primer beso indeseado.

Los amigos en la vereda.
Las guayabas, el pantano.

¿Volver a la finca?
No hay un dónde, no hay un cuándo.
¿Qué es de Tato barato narices de gato?
¿Fueron ellos, los de las armas?
¿Fueron ellas, las balas?
¿Fue la vida, acaso?

El reloj de matusalén
da las horas siempre bien,
en la finca, en la vereda,
no hubo quien se salvara del gato.

4 de marzo del 98

Una quebrada, a veces alborotada

por las fuertes lluvias,

otros días caía suave sobre las rocas.

Una quebrada que dividía dos calles. 

Al lado derecho, una escuela grande 

con mallas en sus cuatros lados. 

Niños y niñas, corriendo, riendo, comiendo. 

Los maestros conversaban entre ellos. 

¡Pólvora, pólvora! —no es pólvora 

Son disparos —gritan a lo lejos.

Gritos ahogados, pisadas sin forma, 

Cuiden a los niños, póngalos

debajo de los escritorios

—dice un maestro. 

Una niña corre cinco cuadras más allá de la quebrada 

a su casa con dos cuartos, 

el de papá y mamá, 

el principal, al lado de la puerta. 

El suyo y de su hermano,

al lado del baño. 

¡Ay! ¡Ay! Mi esposo, mi negro 

—grita la madre de la niña desolada, ahogada,

apenas si podía respirar.

¡Lo mataron, lo mataron! 

—decía el tío a otras personas

que iban llegando a la puerta

averiguando qué sucedió.

CUANDO ÉRAMOS NIÑOS

Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta,
un charco era un océano,
la muerte lisa y llana
no existía.

Todo era un juego,
amaba el tiempo
y en secreto, a ese niño flaco color canela.

Cuando crezca quiero casarme con ese niño,
ser docente y enseñar a los demás lo aprendido,
tener hijos con ese color de piel
y leer y leer.

Ahora crecí en años,
no soy ni lo uno ni lo otro,
el tiempo sí pasó
pero yo sigo esperando.

A manera de juego

Me dijeron que me habían encontrado en un arroyo,
mi madre es blanca y yo de tez morena.
No hay fotos mías recién nacida,
ni tampoco una manilla de hospital de recuerdo.

Dicen que nací en casa de mi abuela con comadrona y a la antigua.
Que escandalicé a todo el pueblo el 3 de marzo a medianoche,
tenía hambre, no había calostro en mi madre,
solo agua de manzanilla.

A manera de juego,
me dijeron que cuando nací las estrellas brillaban más
y que para mí había una guardadita.

Nací con mi cara redondita,
mi piel canela, sin cabello, rellenita,
en medio de un aguacero por allá en un pueblo,
frente a un arroyo.

Eso me dijeron.

Estaciones

Vengo del invierno,
día catorce
luna nueva
dulce diciembre
en una noche serena.
Mi madre,
cansada de llorar, gritaba,
cansada de luchar, luchaba,
paría una niña, una montaña
fría, silenciosa y blanca.

Vengo de la primavera,
sostenida de manos fuertes
en flores femeninas,
del resplandor de los suspiros eternos
y la magia del deshielo en poesía.
Mis familias
unían sus voces,
encontraban sus miradas,
soles encubiertos
que otrora no brillaban.

Vengo del verano,
del extenso día
de mucho trabajo,
del color de los ochentas,
y el calor del café perlado.
Mi abuela,
su espera
y sus cálidos abrazos,
como luz incandescente
de mi alma, el amor y el faro.

Vengo del otoño,
de la brisa bogotana
y la neblina pamplonesa,
del olor a tierra húmeda
y de acema santandereana.
Las letras,
cual refugio de silencios largos
y ausencias estrelladas
que entre fábulas y cuentos
fueron origen y fin de las duras temporadas.

Rueda de sueños

Imagina que tenía como cuatro, no años, sino animalillos de esos que se escurren entre la cabeza de los sueños de niños que juegan con ruedas hechas de olvido y que corren por la carretera sin rumbo alguno.

Nadie negaba el derecho a soñar, a correr tras la rueda que se estrella contra piedras que desvían el rumbo de los pensares, haciéndolos duros, tristes, indescifrables.

Así es como los sueños de niño van dando vueltas, a veces se pierden como la rueda, como los recuerdos. Ya he olvidado a qué olían los gladiolos de la huerta y los perros mojados del vecino.

Nunca tuve un gato con nombre que arañara los harapos que cubrían las rodillas curtidas por el polvo que levantaba la rueda que recorrió el camino que me trajo hasta ti. Eres parte de los pies desnudos que pisaron las piedras hirvientes y de la pared por donde huía del colegio.

No importa la sed de las tardes de verano, ni las cometas que nunca se elevaron, solo importa el pedazo de palo que impulsaba la rueda de mi vida, porque dejó huella en la punta de mis dedos diáfanos.

Algún día era lunes, tal vez viernes, la rueda rodó, se perdió en un rastrojo olvidado, la busqué, me espiné, rosas blancas, gladiolos rojos, olores que se olvidaron y presintieron el instante justo para estar aquí.

Rabias infantiles

Mi abuela tiene surcos en la cara.
Es morena y quemada por el sol;
huele a salsas y a líquido desinfectante,
su mandíbula es prominente como la de una bruja.
Me adora con un amor enfermizo,
me alza en todos los altares de sus dones.

Los surcos de mi abuela cruzan también sus entrañas:
las golpizas de terror a su madre de ojos grises,
las tierras fértiles perdidas que el padre se bebió,
los hombres que la abandonaron (o que ella abandonó),
los tres hijos que levantó a lomo limpio,
la casa que no pudo comprar,
el robo de los ahorros que prometían,
la libreta militar que le pagó al coronel que,
luego del pago,
se perdió.

Los cantos de mi abuela en el patio,
mientras extiende la ropa,
huelen a jabón y a helechos húmedos.
Son cantos campesinos, que hablan de conejos y mazamorras,
de almas en pena y maíz tostado.
Los cuentos que me cuenta, de hombres depravados,
de mujeres buenas y bonitas,
a quienes los hombres solo hacen el mal:
los hombres buenos son criaturas mitológicas.

Yo soy bajita y siempre estoy seria,
soy caprichosa
y no quiero estar triste como mi abuela.
No quiero que nadie me estorbe.
Prefiero estar furiosa
y ganar siempre.
Quiero sentirme alta e independiente.
No lo sé, no tengo ni 4 años.
Quiero ponerme zapatos rotos si se me viene en gana,
no estos zapatos ortopédicos
que son de niño viejo.
Quiero comer cosas ricas,
quiero zambullirme entre los morros de arena de nuestra calle,
quiero una hermana con quien jugar,
quiero ser una bailarina que parezca un cisne,
quiero ser astronauta para flotar entre estrellas.
Me visto con tutú y pava blanca
para salir a la calle a coger arena húmeda con la pala roja.

Echaré esa arena entre un balde amarillo.
Haré un castillo frágil.
Como la rabia que siento.

Arcadia

El lugar que tú conoces y tanto amas no siempre fue así. Era incluso más encantador.
O quizás sea el velo que le ponemos a los lugares de la infancia, donde fuimos más felices.

En ese entonces había una abuela que ya no está, que caminaba por los corredores despacio para no ser arrollada por alguno de nosotros en patines. Una abuela que olía a buñuelos recién hechos, a pepitas del Rosario y a Menticol. Que tenía espacio en sus brazos para todos, aunque fuera pequeñita. Que nos atravesaba con ojos color aceituna.

Antes hubo un abuelo, cuya silla de montar corona hoy la entrada de la casa y cuyo nombre adorna aún las marcas de todo el ganado. Un abuelo visionario, fuerte y luchador que solo está en mis sueños porque faltó demasiado pronto.

La niebla subía igual, todas las mañanas desde el río hasta la casa, densa, fría, limpia. Siempre el preludio de días soleados que daban paso a noches templadas con aguaceros que sonaban como golpes en la puerta y que estremecían al más fuerte.

Había mariposas, muchas más que ahora, y cocuyos por montones, tantos que iluminaban más que las pocas luces que se veían en el horizonte.
El río era más fuerte y más limpio, las chicharras menos tímidas, tan invasivas que en las tardes se hacía imposible oír algo más. En las noches había tantos sapos y de tan variados sonidos, que parecían un concierto donde todos los músicos tocaban una canción diferente.

La casa era menos antigua aunque ya tenía muchos años de historia. La tapia estaba más firme y las baldosas de un amarillo más vivo. Tu mamá ya había gateado sobre ellas, ahora lo haces tú.