Una quebrada, a veces alborotada
por las fuertes lluvias,
otros días caía suave sobre las rocas.
Una quebrada que dividía dos calles.
Al lado derecho, una escuela grande
con mallas en sus cuatros lados.
Niños y niñas, corriendo, riendo, comiendo.
Los maestros conversaban entre ellos.
¡Pólvora, pólvora! —no es pólvora
Son disparos —gritan a lo lejos.
Gritos ahogados, pisadas sin forma,
Cuiden a los niños, póngalos
debajo de los escritorios
—dice un maestro.
Una niña corre cinco cuadras más allá de la quebrada
a su casa con dos cuartos,
el de papá y mamá,
el principal, al lado de la puerta.
El suyo y de su hermano,
al lado del baño.
¡Ay! ¡Ay! Mi esposo, mi negro
—grita la madre de la niña desolada, ahogada,
apenas si podía respirar.
¡Lo mataron, lo mataron!
—decía el tío a otras personas
que iban llegando a la puerta
averiguando qué sucedió.