Imagina que tenía como cuatro, no años, sino animalillos de esos que se escurren entre la cabeza de los sueños de niños que juegan con ruedas hechas de olvido y que corren por la carretera sin rumbo alguno.
Nadie negaba el derecho a soñar, a correr tras la rueda que se estrella contra piedras que desvían el rumbo de los pensares, haciéndolos duros, tristes, indescifrables.
Así es como los sueños de niño van dando vueltas, a veces se pierden como la rueda, como los recuerdos. Ya he olvidado a qué olían los gladiolos de la huerta y los perros mojados del vecino.
Nunca tuve un gato con nombre que arañara los harapos que cubrían las rodillas curtidas por el polvo que levantaba la rueda que recorrió el camino que me trajo hasta ti. Eres parte de los pies desnudos que pisaron las piedras hirvientes y de la pared por donde huía del colegio.
No importa la sed de las tardes de verano, ni las cometas que nunca se elevaron, solo importa el pedazo de palo que impulsaba la rueda de mi vida, porque dejó huella en la punta de mis dedos diáfanos.
Algún día era lunes, tal vez viernes, la rueda rodó, se perdió en un rastrojo olvidado, la busqué, me espiné, rosas blancas, gladiolos rojos, olores que se olvidaron y presintieron el instante justo para estar aquí.