Arcadia
El lugar que tú conoces y tanto amas no siempre fue así. Era incluso más encantador.
O quizás sea el velo que le ponemos a los lugares de la infancia, donde fuimos más felices.
En ese entonces había una abuela que ya no está, que caminaba por los corredores despacio para no ser arrollada por alguno de nosotros en patines. Una abuela que olía a buñuelos recién hechos, a pepitas del Rosario y a Menticol. Que tenía espacio en sus brazos para todos, aunque fuera pequeñita. Que nos atravesaba con ojos color aceituna.
Antes hubo un abuelo, cuya silla de montar corona hoy la entrada de la casa y cuyo nombre adorna aún las marcas de todo el ganado. Un abuelo visionario, fuerte y luchador que solo está en mis sueños porque faltó demasiado pronto.
La niebla subía igual, todas las mañanas desde el río hasta la casa, densa, fría, limpia. Siempre el preludio de días soleados que daban paso a noches templadas con aguaceros que sonaban como golpes en la puerta y que estremecían al más fuerte.
Había mariposas, muchas más que ahora, y cocuyos por montones, tantos que iluminaban más que las pocas luces que se veían en el horizonte.
El río era más fuerte y más limpio, las chicharras menos tímidas, tan invasivas que en las tardes se hacía imposible oír algo más. En las noches había tantos sapos y de tan variados sonidos, que parecían un concierto donde todos los músicos tocaban una canción diferente.
La casa era menos antigua aunque ya tenía muchos años de historia. La tapia estaba más firme y las baldosas de un amarillo más vivo. Tu mamá ya había gateado sobre ellas, ahora lo haces tú.