Al principio era un pensamiento pequeñito,
no duraba más de tres segundos,
era furtivo,
casi automático.
—Ojalá me muriera—.
Normal, todos lo hemos deseado alguna vez.
Luego llegaron en ráfaga
sucesos difíciles que no deberían derrumbar.
O eso creía yo.
—Eso hace parte de la vida—.
Y me daba dos golpecitos en la espalda.
Una ruptura, un bloqueo académico,
una frustración laboral, una enfermedad.
Aceleré a tope,
así escapaba de la tormenta que sentía por dentro.
Me embriagué en tantos bares,
me desperté con tantos guayabos,
busqué tantas compañías,
que al final la carrera se hizo insostenible.
Quemé todos los cartuchos en un ataque de euforia.
Pero todo lo que sube tiene que bajar,
¡y vaya que bajé!
La caída fue estrepitosa,
dolorosa.
Dejaron de importarme los estudios.
¿No leí para la clase de hoy?
¡Qué importa!
Seguramente ni termino esta maestría.
No quería salir a ningún lado.
La cama se volvió mi caballo de batalla
para un mundo al que no le importaba ni me importaba.
Ese pensamiento pequeñito de muerte empezó a crecer,
lo alimenté con lo que hiciera falta:
—¿Para qué vivir si no encuentro sentido?—.
—Si me muero le dolerá a un par de personas,
lo superarán, la vida sigue—.
Investigué los mejores métodos para acabar con mi existencia.
Desde los menos dolorosos
hasta los más silenciosos.
Lo que era un pensamiento esporádico
se volvió una obsesión.
—¿Debería hacer una carta explicando mis motivos?—.
La redacté.
Cada paso del plan iba quedando consignado en mi cabeza.
El día, la hora, el método.
La gente cree que el suicidio es un acto repentino.
Ojalá, así la tortura no duraría meses,
como me ocurrió a mí.
Muchas veces es planeado fríamente,
se calculan los detalles más mínimos,
así no ocurren errores.
Borrar rastros.
Sonreír.
Fingir que todo está bien.
Es fácil.
Llegó el momento y la hora.
Algo jugó en mi contra.
Tuve un ataque de pánico.
Las lágrimas y los gritos me delataron.
Mamá me encontró.
Papá y ella me llevaron al hospital.
Tal vez había aún algo me ataba a esa vida que tanto despreciaba.
Y ese fue solo el comienzo.
—Fueron ganas de llamar la atención—,
sentenció alguien que se enteró.
—Si te medican vas a volverte idiota—,
dijo alguien más.
—Eso es la tusa—,
manifestó una persona
que no me había visto en meses.
No pedí esas opiniones,
y a pesar de ello llegaron.
Seis meses de mi vida que apenas recuerdo.
Los medicamentos eran lo único que me calmaba.
Piloto automático la mayoría del tiempo.
Cuatro o cinco ataques de ansiedad a la semana.
Pintar mandalas.
Ver series.
Llorar en la cama.
No llorar, no sentir.
No sentirme yo misma.
Creer que otra Laura vivía mi vida.
Pesadillas.
Insomnio.
Quedarme hasta las cinco de la mañana
recordando cada mala decisión que he tomado en vida.
Pastillas para dormir.
Ver a mamá y papá derrumbarse.
Recibir la llamada de Alejandro.
Sentir el abrazo de David.
Visitas de los amigos.
Salidas con la familia.
Conocer una vulnerabilidad que quiebra.
Inútil, a eso me reduje.
Bañarse era una batalla.
Y mejor ni cuento cómo se sentían las salidas.
—Vas a salir de esto—,
dijo una amiga que había vivido algo parecido.
A mí ni me importaba si salía,
la vida misma me resbalaba.
Mejor si una moto me mataba.
La ironía es que ella tenía razón.
Mientras la pandemia consumía a muchos,
a mí me sirvió para desaparecer y sanar.
Al séptimo mes el blanco y el negro
se volvieron grises.
Al año eran colores.
Año y medio después sigo medicada,
voy a terapia,
a veces vienen los ataques de ansiedad,
hay días donde tengo bajones.
Me da pánico vivir así para siempre.
Cuando me entran los dolores me digo:
—Un día a la vez—.