Rabias infantiles
Mi abuela tiene surcos en la cara.
Es morena y quemada por el sol;
huele a salsas y a líquido desinfectante,
su mandíbula es prominente como la de una bruja.
Me adora con un amor enfermizo,
me alza en todos los altares de sus dones.
Los surcos de mi abuela cruzan también sus entrañas:
las golpizas de terror a su madre de ojos grises,
las tierras fértiles perdidas que el padre se bebió,
los hombres que la abandonaron (o que ella abandonó),
los tres hijos que levantó a lomo limpio,
la casa que no pudo comprar,
el robo de los ahorros que prometían,
la libreta militar que le pagó al coronel que,
luego del pago,
se perdió.
Los cantos de mi abuela en el patio,
mientras extiende la ropa,
huelen a jabón y a helechos húmedos.
Son cantos campesinos, que hablan de conejos y mazamorras,
de almas en pena y maíz tostado.
Los cuentos que me cuenta, de hombres depravados,
de mujeres buenas y bonitas,
a quienes los hombres solo hacen el mal:
los hombres buenos son criaturas mitológicas.
Yo soy bajita y siempre estoy seria,
soy caprichosa
y no quiero estar triste como mi abuela.
No quiero que nadie me estorbe.
Prefiero estar furiosa
y ganar siempre.
Quiero sentirme alta e independiente.
No lo sé, no tengo ni 4 años.
Quiero ponerme zapatos rotos si se me viene en gana,
no estos zapatos ortopédicos
que son de niño viejo.
Quiero comer cosas ricas,
quiero zambullirme entre los morros de arena de nuestra calle,
quiero una hermana con quien jugar,
quiero ser una bailarina que parezca un cisne,
quiero ser astronauta para flotar entre estrellas.
Me visto con tutú y pava blanca
para salir a la calle a coger arena húmeda con la pala roja.
Echaré esa arena entre un balde amarillo.
Haré un castillo frágil.
Como la rabia que siento.