Poesía sin Respeto

Angélica Santamaría

Nacida en Cartagena, 1974. Sucreña por crianza y raíces maternas. Abogada de la Universidad del Rosario (1995), y Psicóloga de la Universidad del Norte (2009)). La escritura de poemas llegó a los 10 años, junto con la pasión por el dibujo, y años después por otros géneros literarios como el cuento y la novela. Desde hace veinte años radicada en Barranquilla, casada, tres hijos, y multiplicada entre diferentes actividades familiares y profesionales en medio de las cuales la literatura y el arte son un punto de partida, pausa y regreso.

Árboles como barcos

Entonces
eran árboles
o barcos
en cualquier caso muy altos
para treparlos sin el miedo a caer
Y tú me recogías entre tus manos Y yo dejaba de llorar.
Abajo
era tierra
o mar
raíces como piedras
o agua oscura contra el metal me aferraba a tu cuello
ya no estaba a la deriva.
¿Árboles? ¿Barcos?
¿Tierra? ¿Mar?
Palabras amarradas a tu dedo índice
cuando el tiempo, siempre, te traía de regreso.
Me decían “es papá”
Yo solo repetía
árbol, barco, mar, tierra.

Fiesta en la nieve

Aquí mis canas, nuevas amigas, hermanas de mi edad, criaturas necias que quise esconder, pero toman confianza conmigo, se convidan unas a otras como quienes asaltan una fiesta y se quedan porque el lugar les pertenece, bulliciosas, quise callarlas para que los vecinos no se dieran cuenta del estropicio entre su baile y mi vanidad, vencida por la esperanza en otras formas de juventud, o nuevas maneras de ser yo, la que nunca ha sido la misma de sus sueños, experta en limarle garras a las melancolías, mientras baila todas las penas al ritmo de palabras sueltas en medio de una colección de cielos llenos de escritura, de ausencias, de poemas sin escribir, de historias no acabadas de llorar ni de contar, como el día que renuncié al miedo a las alturas y al abismo mientras volé (en parapente), solo porque descubrí que el silencio y la luz eran de verdad en ese cielo (lleno de escritura) sobre esa tierra verde, dorada, ese río vertiendo su camino al mar, sí, lo recuerdo, el océano, los barcos, la voz de mi padre al saludarme, la voz de mi padre sin despedirse para siempre, las voces de todas las ausencias que aprietan mis manos, mis
manos frías, a veces temblorosas, a veces enojadas, a veces masajeando con crema de manos mis pies para ordenarles los pasos, los equivocados, los pérfidos, los pasos en tacones, en tenis, los descalzos sobre la arena caliente y pedregosa de la orilla, donde siempre recojo caracuchas, como lo hice de niña, y así enseñe a mis hijos, sí, tengo hijos, tengo tres y uno que perdí entre las cosas perdidas de mi historia, las desconocidas, y lo que duele perder un bebé que de la nada muere en el vientre, pero así es la biología y la selección natural (eso te dicen), igual duele, y el dolor duerme aunque se olvida junto a los amores muertos o los imposibles, esos demasiado grandes para esta mujer inculta, reina de pueblo, sin raza definida, criolla, dirían en tiempos de Policarpa, y hay que ver cómo me alegra recordar los años que estudié en el salón que tuvo por calabozo, donde sentí el frío más hijueputa de mi vida, y leía literatura en un rincón de piedra, a pocas cuadras del cuarto donde Silva se dio su tiro en el pecho para acabar con los pesares del poeta, y yo leía a Flaubert porque quería estudiar el alma humana, y lo he hecho porque tengo fuerza, eso me han dicho, no lo creo, nunca he sido la misma de mis sueños, aunque últimamente me empiezo a parecer un poco, cuando peino mi lunar de canas, entonces recuerdo mi sueño con la nieve y con espejos de agua donde aparecía con mi pelo todo blanco, mirando al pasado, bailando mis penas, porque las penas hay que bailarlas, y esta fiesta de canas así me lo recuerda.